domingo, 25 de mayo de 2014

El Cairo

 A Roberto Fontanarrosa



Subo por Urquiza y doblo en San Martín a la izquierda, sigo hasta Santa Fe y doblo a la derecha, en un trayecto laberíntico cuyo centro no pertenece a ningún minotauro, sino a la simple intención de tomar un café en donde tantas personas y personajes ya lo han hecho antes.
A una cuadra un cartel me tranquiliza y me confirma que voy por buen camino: “Cine El Cairo”. El famoso bar homónimo está al lado, en la esquina.

Me lo había imaginado de otra forma. Un barsucho setentista: pocas mesas, un mozo perezoso, un dueño apostado detrás de una barra, pósters de Rosario Central en la pared, alguna pizarra de felpa negra con letras plásticas blancas pegadas describiendo los productos más típicos de la casa y sus precios desactualizados, estanterías con botellas de ignota procedencia, un cielo raso con problemas de humedad, aroma a café quemado y, por supuesto, varias mesas ocupadas con personas del género masculino (tipos) teniendo acaloradas discusiones entre fecas, lisos y algún que otro carlitos demorado y reseco.

Llego a la esquina y empujo la imponente puerta de maderas terciadas, entro a una especie de recibidor muy pequeño, en donde una chica se acerca y me saluda muy decidida con un potente ¡Hola!
– Ehhh, qué tal, vengo a tomar un café.-- Me pareció decir.
– Sí, pase y siéntese donde quiera.
Me sentí un poco mal por la inutilidad del trabajo de la recibidora, ya que lo que me indicó era lo que iba a hacer de todas formas. Elegí una mesa junto a la ventana, me senté y me dispuse a observar el bar en donde tantas charlas sirvieron de inspiración para la mejor literatura costumbrista que se haya podido escribir.

El lugar tenía un tamaño como si para construirlo hubiese sido necesario demoler cuatro bares a la redonda. Era un auténtico café del siglo XXI: moderno, una barra descomunal, muchas mesas, alrededor de diez mozos estresados cargaban los pedidos en varias computadoras, en las paredes y algunas columnas (necesarias para mantener tan vasto lugar abierto) habían retratos autografiados de gente famosa tomando algo en ese mismo lugar, no había pizarra de precios sino cartas forradas en cuero y repletas de folios en donde se daban a conocer todas las posibilidades culinarias que uno se pudiera imaginar, los precios estaban al día (y un poco adelantados, quizá), el cielo raso impecable, el aroma era a capuchino recién hecho, y las mesas (pocas) estaban ocupadas por seres de indeterminada índole charlando entre platos del día, submarinos y algún que otro “muffin” con chispitas de chocolate.

Era evidente que a ese lugar no sólo se iba a tomar café y a hacer relaciones públicas, sino también a almorzar, merendar, cenar, y en algunas ocasiones hasta a bailar el tango, como algunos carteles pegados en la ventana con el título de “Jueves: Noche de milonga” sugerían.
Mi cabeza siguió girando y mis ojos descubrieron que al final del bar había una especie de escenario muy pequeño (¿Entrará una orquesta de tango allí?), y en un rincón, algo así como un altar en honor a la divinidad que consagró y llevó a la gloria el nombre de “El Cairo”.
Muy bien decorado, en ese altar se ofrecían libros, revistas, imágenes paganas y otros artículos, todos ellos custodiados por los ojos de una estatua de cera a escala real de El Creador.

Ya me había olvidado que pedí un capuchino (el olor me tentó) cuando este de pronto llegó de la mano de uno de los mozos (otro distinto al que se lo pedí) junto a una galletita envasada al vacío y un vaso de agua con burbujas. Fué en ese momento cuando sucedió.

Dicen que los humanos tenemos electricidad en el cuerpo, necesaria para que en el cerebro se produzcan los chispazos que nos llevan a pensar o a rascarnos donde nos pica.
En este caso, primero me rasqué la cabeza y luego pensé. Pensé en varias cosas, pero todas se relacionaban con algo: el lugar donde me encontraba.

Pensé que en la época de “La mesa de los galanes” este lugar no debería ser como es ahora, sino más parecido a como yo me lo imaginaba antes de empujar esa puerta de maderas terciadas. Pensé en el profesor Reiner, y en la imposibilidad de decirle a Borzone que “a las mujeres les pudrió el bocho el Para Ti” en un lugar como éste, incapaz de invitar a la reflexión. No me pude imaginar a nadie corriendo putos del baño con un trapo rejilla húmedo, y después contando la anécdota en alguna de estas mesas, donde hará veinte o treinta años ocurrió semejante hecho (hoy en día sería un escándalo). Y pensé también en que si este lugar hubiese sido siempre así, no podría servir de inspiración a nadie.

Al llegar a esa conclusión, sentí una frase que sobresalió por encima del ruido de la muchedumbre: “Sabés lo que pasa, Pablo. El problema de la revolución cubana fue la incapacidad de los cubanos para pronunciar correctamente la palabra mierda...”
Sin entender bien lo que acababa de escuchar, salí del mundo onírico de los pensamientos y me reincorporé a duras penas en el mundo terrenal de la mesa de El Cairo y el capuchino a medio tomar. Miré hacia adelante y lo ví.

Sentado en la silla de enfrente, pelado y con barba de una semana, tenía puesto un buzo por lo menos dos talles más grande y algo arrugado, el codo derecho sobre la mesa y con la mano sujetaba un pocillo de café humeante. “... Ellos dicen mielda, en vez de mierrrda.”
Sin comprender el cómo ni el por qué de la situación, un atisbo de razocinio me hizo preguntar:
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– La manera de pronunciar las palabras forma la identidad de un pueblo. Antes los rosarinos nos comíamos las eses, hablabamo todo h'así. Ahora ya no, nos hemos aporteñado...
– Bueno, pero Rosario siempre quiso ser como Buenos Aires.
– Si y no. Tenemos una relación de amor-odio con los porteños. Pero lo que acaba de pasar es que El Cairo era un bar rosarino, y por culpa mía se ha convertido en una “confitería” porteña.
– No es culpa suya, Roberto, no sea tonto...
– Tonto, qué palabra de mierda...
– Tiene razón. ¡No sea pelotudo, Roberto! Usté llevó la literatura rosarina a lo más alto, le dió vida y aura literaria a personas y situaciones comunes, a charlas de bar, al fútbol, el trago, las trolas... Los sacó de la clandestinidad y los subió a un escenario a representar la condición humana. Usted es un maestro, Roberto, ¡un maestro! El Cairo es el representante del ideal de bar, no importa que ya no exista, todavía quedan bares en donde se puede charlar, filosofar a cualquier hora y con cualquiera, tomarse un café sin sacar cuentas y encontrarse con la gente que uno quiere. Y eso existe acá nada más. En Buenos Aires ya no quedan. ¡En Rosario todavía hay esperanza!

Al notar que un grupo de mujeres jugando a la canasta en la mesa de al lado me miraba y disimulaba sus comentarios, me sentí inhibido y bajé un poco la voz.
Ya era tarde y se veían dos o tres estrellas en el cielo violáceo. Pedí la cuenta y pagué el capuchino y el café chico. Me puse la campera, saludé a la recibidora y salí. No me dieron ganas de volver.



Bar El Cairo, en 1997.
 


Bar El Cairo, hoy.

1 comentario:

  1. ¡Lo volví a leer y me encanto! Estimo mucho tu creatividad literaria.

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