Reflexiones
filosóficas en torno a las normas imperantes en las salas de
conciertos. (PDF)
Pablo Daniel Buono
Licenciatura en Artes
Musicales. IUNA.
Introducción
En
una
sala de conciertos
(y desde una ubicación alta) pueden
presenciarse lo que parecieran
ser dos obras de teatro paralelas: una tiene lugar sobre el
escenario, y la otra en la platea. En
la primera, los protagonistas son los artistas, en la segunda lo es
el público. Artistas y público parecen, por momentos, competir por
el protagonismo del acontecimiento artístico, observándose
mutuamente, intercambiando sus roles.
Hay
un excelente dibujo humorístico de Joaquín Lavado, Quino1,
que
consta de tres
cuadros: en el primero, se
ve un teatro de opera por fuera en una noche de función, con el
público ingresando; en el segundo cuadro, se
muestra el interior de un teatro con el telón cerrado y el público
ya ubicado en sus butacas; y
en
el último
cuadro,
el telón se abre, pero en el escenario hay lo
que a simple vista parece ser
un gigantesco espejo en donde el público se ve reflejado, pero
en verdad es otra sala de conciertos paralela a la principal, con
otro público (los dos públicos quedan enfrentados entre sí).
Creo que es una magistral crítica social para un sector de la
población, generalmente ubicado en la platea, que va al teatro para
verse reflejado en él; que
va a
un concierto no
para disfrutar de la música, sino para mostrarse a sí mismo,
cumpliendo funciones
que van
más allá de la fruición estética. Esta especie de aristocracia,
que los grandes teatros de ópera conservan y generan por medio de
abonos de temporada, sirve de sostén para la vigencia de un sistema
tradicional de normas y costumbres que, en mi opinión, perjudica
enormemente la experiencia artística, además de volverla
inaccesible al sector social opuesto.
Lo
que me pretendo demostrar en este ensayo (en el cual me tomé la
licencia de intercalar un relato ficcional en primera persona) es que
dichas normas y costumbres, que más adelante se detallarán, pueden
ser modificadas en favor de lo que Jorge Dubatti (2011)
llama
convivio,
acontecimiento
estético en donde conviven el encuentro, la poíesis,
y
la expectación. Para esto tomaré como eje un artículo de Baldur
Brönnimann, asiduo invitado del Teatro Colón de Buenos Aires, en
donde detalla muchas
de esas costumbres y
propone algunas modificaciones.
Pero antes, definamos bien qué es un concierto.
Acontecimiento
ontológico
Jorge
Dubatti (2011)
define
al teatro como acontecimiento
ontológico, esta
definición nos puede ser de utilidad para aplicarla al concierto.
“En
su acontecer se relacionan al menos tres subacontecimientos: el
convivio, la poíesis y la expectación.” (p.
50)
Siendo
el convivio
un
encuentro espacio-temporal entre artista y público; la poíesis,
en
el sentido aristotélico, la producción de objetos artísticos; y la
expectación, el trabajo interpretativo que realiza el espectador. El
concierto es un acontecimiento ontológico en tanto y en cuanto
asistimos al ser
de la poíesis, a través del trabajo de los artistas a la vez que,
como público, también contribuimos a la construcción poiética.
Dice Dubatti que:
la expectación
no se limita a la contemplación de la poíesis, sino que además la
multiplica y contribuye a construirla: hay una poíesis productiva
(generada por el trabajo de los artistas) y otra receptiva, éstas se
estimulan y fusionan en el convivio y dan como resultado una poíesis
convivial. (p.
42)
A
su vez, el concierto, como una obra de teatro, no podría funcionar
sin aquellos tres entes
convivial-poiético-expectatorial.
Ninguno de estos
tres elementos puede ser sustraído. Puede haber convivio (en muchos
tipos de reunión) sin poíesis ni expectación, por ejemplo, en la
mesa familiar o en una reunión de trabajo: hay teatralidad
no-poiética, en consecuencia, no es teatro. Puede haber convivio y
poíesis sin expectación (con distancia ontológica), por ejemplo en
un ensayo sin espectadores: no se constituye el “mirador”, no es
teatro. Puede haber poíesis sin convivio y sin expectación, por
ejemplo, en el trabajo de un actor que ensaya en soledad: no es
teatro. Puede haber convivio y expectación (sin distancia
ontológica) sin poíesis, por ejemplo, en una ceremonia ritual, en
el fútbol: no es teatro. Puede haber poíesis y expectación sin
convivio, por ejemplo, en el cine: no es teatro... (p.
43)
Todo
este fragmento es extrapolable al contexto del concierto musical, el
cual también depende de los tres entes.
Puede
haber convivio
sin
poíesis ni expectación en un ensayo2
de música comercial3
interpretada con oficio pero sin arte; pueden estar el convivio
y
la poíesis pero no la expectación en ese mismo ensayo, ahora de
música que apasione a sus intérpretes; puede faltar sólo la
poíesis en un evento comercial donde los artistas deban interpretar
música a pedido, etc. Pero nada de eso sería un concierto
propiamente
dicho.
Para
utilizar los términos de Walter Benjamin (1973),
en un concierto presenciamos el aura
de
la obra de arte. Es decir, el ritual de su creación, el aquí y
ahora del momento en el que la obra se forma, la poíesis viva, cuyos
vestigios desaparecen en cuanto esa obra es reproducida. Hoy en día
podemos adquirir la grabación de un concierto en CD o DVD, pero de
esta manera nunca percibiremos
el aura,
nunca
asistiremos
al
ser
de la poíesis.
Hasta
aquí hemos hablado del teatro y el concierto como acontecimientos
poiéticos. Ahora
es
momento de estudiar su
inserción en la sociedad (y su condicionamiento a la moral vigente).
Y para esto, ¡nada
mejor que ir a un teatro a escuchar una buena orquesta en vivo!
El
concierto
Luego
de una breve espera en la fila de la boletería, consigo mi ticket.
Hoy, la orquesta filarmónica interpreta la
primera sinfonía de Gustav Mahler. Un
acomodador me indica mi lugar: tertulia alta, fila 2, asiento 103. A
cambio de una modesta propina, recibo el programa
del concierto. Ya cómodamente ubicado, y por faltar unos buenos
veinte minutos para el comienzo de la función, me dispongo a
observar el ambiente.
Sobre
el escenario y
con el telón abierto,
totalmente ajenos a lo que ocurre en la platea, algunos músicos
prueban sus instrumentos. Tocan escalas, arpegios, e incluso algún
que otro pasaje reconocible de la sinfonía de programa. Visten de
frac,
los hombres, y vestido largo las mujeres. El negro y el blanco son
preponderantes en el lienzo
escénico.
En la platea, totalmente ajeno a lo que ocurre sobre el escenario, el
público se va ubicando en sus butacas, asistido por cuatro
acomodadores que van de un lado a otro sin descanso. Los hombres
visten traje y corbata, brillantes vestidos las mujeres. La
sencillez tradicional masculina
contrasta visiblemente con el (también
tradicional) excesivo brillo femenino.
Las normas
Baldur
Brönnimann (2014),
un joven
director
de orquesta suizo, publicó en
su blog
personal un breve artículo acerca de cómo piensa que deberían ser
los conciertos en la actualidad.
En
él nos cuenta:
A menudo asisto a un concierto pensando que nunca estaría allí si
no fuese por interés profesional. Es una verdadera vergüenza, porque sentarse en
una sala de conciertos y no hacer nada más que escuchar durante dos horas es una
experiencia fantástica y bastante radical en nuestras vidas. Sin embargo, en los
conciertos clásicos hay muchas “normas” y costumbres tácitas que con
frecuencia se aceptan discretamente y que hacen que la experiencia del concierto clásico
sea peor de lo que
debería.
Pero, ¿a qué normas y costumbres se refiere? Y ¿por qué la
perseverancia de esas supuestas normas y costumbres hacen de la
experiencia del concierto algo peor de lo que debería ser? ¿No
tendrían que servir para mejorar esa experiencia, o para hacerla
accesible a una mayor cantidad de personas?
Vestir de etiqueta, permanecer en silencio hasta el final de una
pieza (evitando aplaudir entre los movimientos), apagar los teléfonos
celulares, recibir con aplausos la entrada en escena del concertino
de la orquesta y luego del director, leer en el programa las notas
concernientes a las piezas que se interpretarán, etc. ¿Qué
funcionalidad tiene? ¿Sirve
para poder apreciar mejor la música? ¿Ayuda
a generar un clima propicio para la experiencia musical? ¿O, por el
contrario, provoca un ambiente restrictivo e
incómodo? ¿Cómo debería ser un concierto? ¿Cómo
nos deberíamos sentir dentro de la sala?
Las luces se atenúan, los músicos
de la orquesta ya están ubicados y en silencio, el público de la
platea aún sigue hablando, pero en voz baja. Estoy ubicado en la
tertulia alta, es como un tercer piso,
y desde aquí arriba noto
que la vestimenta de los hombres de abajo es perfectamente uniforme:
trajes
grises y negros. Las
mujeres, en cambio, parecen competir por ver quién lleva el vestido
más espectacular, el abrigo de piel más natural, o el mejor peinado
de coiffeur.
Pierre Bourdieu (1988),
en su obra “La distinción”, habla sobre los gustos. “Para
que existan gustos es necesario que haya bienes clasificados, de
“buen” o “mal gusto”, “distinguidos” o “vulgares”,
clasificados al mismo tiempo que clasificantes, jerarquizados al
mismo tiempo que jerarquizantes.”
Por lo tanto, se podría
afirmar que el público de esta sala tiene buen gusto
(o
por lo menos trata de aparentarlo),
ya que está consumiendo un
bien distinguido
que lo jerarquiza. Pero,
¿esto es realmente así? ¿Todo el público presente vino a
disfrutar de una experiencia artística compleja? ¿O algunos sólo
vinieron a mostrarse, a estar,
a cumplir...?
Utilidad
Bourdieu también escribe sobre la
utilidad de la belleza. Según él,
el
interés que conceden las diferentes clases sociales a la propia
presentación, […] está proporcionado
con las posibilidades de beneficios materiales o simbólicos que
razonablemente pueden esperar de la misma; y
con mayor precisión, depende de la existencia de un mercado de
trabajo en el que las propiedades cosméticas puedan recibir un
valor.
¿Puede
ocurrir que vestirse de traje y corbata, o con un brillante vestido
de gala, y asistir a un concierto
en un teatro de ópera
tenga una utilidad, más allá de la fruición artística?
Podría ser que, para nuestra sociedad, hacerse
ver en una sala
donde se va a llevar a cabo un concierto clásico, vestido de gala y
ubicado en la platea, puede brindar los beneficios simbólicos de los
que habla Bourdieu...
Qué intereses tienen los hombres y
mujeres de la platea, no puedo saberlo, pero de algo estoy seguro:
poseen genuino interés.
Sino no estarían aquí ahora. Marta Zátonyi (2007),
en su libro Arte y
creación, nos dice:
existe
la utilidad como factor del origen e intención del arte. El
significado de la utilidad es aquí mucho más amplio y diverso que
una utilidad comúnmente considerada económica y empírica. Lo útil
compete a los fenómenos como el alma, el pensamiento, la
satisfacción intelectual, el regocijo, la fruición. El placer de la
pertenencia también concierne a lo útil... Allí se entrelaza con
otro concepto: el interés. (p.
23)
El placer de la
pertenencia. ¿Será ese el genuino interés de estas personas? ¿Será
ese el beneficio simbólico? Pertenecer. ¿A qué? A una clase
social, quizá. A una cultura elitista. Venir al teatro podría no
ser una necesidad estética, sino una demostración del status
económico de quien puede darse el lujo de pagar un asiento en la
platea.
Pero también,
asociada a las clases sociales, hay otro tipo de pertenencia: la
cultural y artística. En el libro de Zátonyi puede leerse:
el
arte genera comunidad y pertenencia; sabemos sobre qué se habla y a
qué se refiere, siempre y cuando usemos el mismo código. Suele
llamarse de este modo a un sistema de signos asociados entre sí y de
estrategia compartida. Se destaca el sistema de los signos
artísticos: cine, literatura, arquitectura, música, pintura,
cómics, las más diversas áreas del diseño. Cualquiera de estos
sistemas se ubica en un tiempo y en un espacio histórico y cultural,
sosteniendo su vigencia en convenciones.
El
incesante cotejo con ellos, de resultado positivo, su uso y su
entendimiento dan garantía de pertenencia y una especie de carta de
ciudadanía. Quedarse fuera de ellos genera la inevitable sensación
de marginación. (p.
22)
Sosteniendo su
vigencia en convenciones... Garantía de pertenencia... Sensación de
marginación... ¿Será que todas estas reglas y costumbres tácitas,
de las que habla Brönnimann en su artículo, sirven para mantener en
los
teatros
un ambiente restrictivo y cerrado, y de esa forma, garantizar el
acceso sólo a
un
sector privilegiado de la sociedad? Mirando hacia la platea, me da la
sensación de
que así es...
Las luces se apagaron
completamente. Se escuchaban
las últimas toses cuando
desde el fondo del escenario surge el último músico que faltaba: el
primer violín, concertino de la orquesta, quien es recibido con
aplausos discretos. Saluda
y se dispone a dirigir el proceso de afinación de las distintas
secciones instrumentales,
pidiéndole al Oboe que toque la nota LA.
Las costumbres
Una de las costumbres que
merecen una modificación para Brönnimann (2014),
es la de afinar a la orquesta sobre el escenario. Para él, esto se
debería poder hacer tras
bambalinas, y salir
luego con los instrumentos ya afinados. “No
deberíamos estropear el impacto de los primeros sonidos de una pieza
emitiendo al azar muchos de estos mágicos sonidos al principio de un
concierto. […] Deberían surgir del silencio total.”
Concluye.
Esto podría interpretarse como una
falta de consideración hacia los músicos que no tienen la
posibilidad de salir al escenario cargando con su instrumento ya
afinado (léase timbalistas, arpistas o tubistas), pero podría
producir un efecto interesante en cameratas de cuerdas.
(Me
sobresalta la ovación del público.
Ha entrado el
director de la orquesta. Hace una reverencia, le da la mano al
concertino e inmediatamente da comienzo a la sinfonía.)
Brönnimann tiene ideas interesantes, a mi entender. Según él, en
los conciertos clásicos falta el factor sorpresa. Los programas, en
general, son demasiado previsibles.
“Los bises son
a menudo lo que más se queda grabado en la memoria de la gente y
creo que los programadores deberían arriesgarse y no imprimir
siempre todo el programa, sino solamente ciertas obras clave.
En un concierto debe existir un elemento de imprevisibilidad.”
A ésto último suma la opinión de que todos los programas deberían
incluir una pieza contemporánea.
¿Estaría lleno el teatro hoy, si nadie supiera qué música
interpretará la orquesta? O quizá cabría hacer otra pregunta
similar: ¿estaría lleno el teatro hoy, si el programa tuviese como
obra central una pieza contemporánea, en carácter de estreno?
Habría
muchísimos curiosos, seguramente, pero gran parte del público
general no se arriesgaría a oír una pieza desconocida. Preferirían
las ya conocidas y tradicionales composiciones de siglos anteriores,
como queda demostrado en la escasez de butacas vendidas cada vez que
se programan obras actuales (y,
justamente, en la escasez de programas donde se incluyan obras
contemporáneas).
Tradición
Para
Carl Dahlhaus (1997),
el sentido de la tradición no es sólo una conciencia del pasado,
sino también una conciencia del presente y del futuro. En su libro
Fundamentos
de la historia de la música, escribe:
Quien se
abandona a las normas, instituciones y hábitos de percepción de los
siglos pasados y encuentra en ellos el firme apoyo que necesita, cree
estar seguro de sí mismo en el presente y cree poder predecir los
contornos de un futuro que apenas si representará un cambio. (p.
83)
Afincarse en la tradición es una manera de afincarse en la vida. Se
está seguro de uno mismo cuando se dejan de hacer preguntas y
comienzan las afirmaciones absolutas. Entonces ya no queda reflexión
posible.
Dahlhaus prosigue:
El signo de que
una tradición no se ha roto es el respeto por las "antiguas
verdades", que ni siquiera se pregunta si la antigüedad de una
cosa es garantía de verdad o si una norma proviene de tiempos
inmemoriales por el hecho de representar una verdad. La tradición y
la validez están tan ligadas, que la reflexión sobre las
condiciones originales, sobre un antes y un después lógico y
cronológico, parece superflua. (p.
82)
Evidentemente, venir a escuchar la primera sinfonía de Mahler, por
la orquesta filarmónica de la ciudad, en uno de los mejores teatros,
es una garantía de excelencia estética. Es una música, una
orquesta y un teatro consagrados por la tradición. Incluso la manera
de interpretar la música de Mahler está cargada de tradicionalismo.
Después de un maravilloso primer movimiento, con gran protagonismo
de los timbales y los bronces, la conclusión dramáticamente abrupta
de la música pareció sorprender a algunos oyentes, quienes
empezaron a aplaudir fervorosamente al mismo tiempo que otros
espectadores de la sala trataban de callarlos emitiendo un particular
sonido conocido como "chistido" y onomatopéyicamente
pronunciable como Shhh.
Siempre
me llamó la atención (y causóme no poca gracia) esa particular
forma de expresarse del público, peleándose entre sí (¿buscando
protagonismo, quizá? Sigo pensando en el dibujo de Quino...),
en una especie de lucha por la supervivencia de la norma (la cual
parecería indicar que no se puede aplaudir entre movimientos) contra
el desenfreno del sentimiento.
De
las diez normas
que pretende cambiar Brönnimann (2014)
de
los conciertos, ubica en primer lugar la no
libertad
del público a expresarse.
“Gustav Mahler introdujo el hábito de sentarse en silencio hasta
el final de una pieza y creo que, después de unos 100 años, ha
llegado la hora de cambiarlo. Me encanta que la gente aplauda entre
los movimientos. Es una expresión espontánea de gozo y la gente no
debería dudar en mostrar sus emociones en un concierto.”
Mostrar
las emociones, expresar los sentimientos en un concierto, ¿no sería
una forma de contribuir a la poíesis receptiva de la que habla
Dubatti? ¿Puede ser que ciertas normas atenten contra la integridad
del concierto, no dejándolo ser? Ahora comprendo a Nietzsche (2010)
cuando
se preguntaba si “la moral no sería una voluntad de negación de
la vida, un secreto instinto de aniquilamiento...” (p.
17)
Pero
si el concierto no se concibe sin el convivio
con
el público, si la poíesis receptiva de éste es tan necesaria, ¿el
público no debería tener derechos sobre el concierto, al que
contribuye con su presencia? Después de todo, como opinaba Oscar
Wilde (2007)
“es
el espectador, y no la vida, lo que realmente el arte refleja.”
(p.
10)
Brönnimann
opina que, efectivamente, el público tiene derechos sobre lo que
presencia, y debería poder usar sus teléfonos celulares en pleno
concierto. “No
me refiero a hacer llamadas telefónicas, por supuesto, pero en lugar
de desconectar los teléfonos, la gente debería poder tuitear, hacer
fotos o grabar los conciertos silenciosamente”,
concluye.
En
sus escritos, Walter
Benjamin
(1973)
habla
de las consecuencias de la reproductibilidad técnica del arte, pero
no pudo conocer un nuevo concepto asociado a esa facilidad de
reproducción que brindan las nuevas tecnologías: el compartir
masiva
y desinteresadamente.
A
partir del surgimiento de internet, compartir productos artísticos
reproducidos digitalmente con personas de todo el mundo se volvió
una tarea común para muchos de nosotros. Hoy en día, a
través de las nuevas tecnologías,
podemos capturar
y compartir
al instante cualquier acontecimiento
que estemos presenciando.
Por
supuesto que quien reciba esa captura, esa copia digital de la obra,
no podrá presenciar su aura,
pero
lo importante es que podrá presenciar la obra. La reproductibilidad
ténica fomenta y facilita enormemente la socialización del arte.
Todos podemos acceder a todo.
Fin del segundo
movimiento. Esta vez nadie se animó a aplaudir, quedamos todos
expectantes al comienzo de los timbales, que ya están sonando. Re,
la, re, la, perfecta introducción para que el contrabajo cante la
calma
y reflexiva melodía
de
la marcha fúnebre.
(Pero,
finalmente...
¿sirve para algo todo esto? ¿Es útil? ¿O simplemente se trata de
un goce espiritual, un regocijo, una satisfacción intelectual, como
dice Zátonyi?)
Inutilidad
Sobre si el
arte es útil o no, hay
opiniones diversas. Para Oscar Wilde (2007),
“todo
arte es completamente inútil.”
(p. 9)
Pero,
¿inútil para qué? Este escritor afirma que el arte no tiene por
qué ajustarse a ningún tipo de moral, sino más bien que
debe
nutrirse de la moralidad, convertirla en tema. Pero en esta
concepción, la independencia del arte con respecto a la moral
también funciona a la inversa, inutilizando la injerencia
del arte en la cuestión social.
Theodor Adorno
(1983),
por el contrario, teoriza sobre la fealdad en el arte opinando que
ésta debe tener una función revolucionaria y denunciatoria sobre
las injusticias de la sociedad. “El arte tiene que convertir en uno
de sus temas lo feo y proscrito: pero no para integrarlo, para
suavizarlo, [...] tiene que apropiarse de lo feo para denunciar en
ello a un mundo que lo crea y lo reproduce a su propia imagen”,
escribe.
Útil, inútil...
¿Por qué nos
preguntamos
por
la utilidad
del arte?...
Darío
Sztajnszrajber (2014),
en su libro ¿Para qué sirve la
filosofía?, desarrolla
un concepto que en este momento (muy jocosamente lo escribo) me puede
resultar útil. Este filósofo plantea a la filosofía como un saber
inútil que cuestiona la utilidad de las cosas.
[la filosofía] es un saber inútil
porque cuestiona que todo tenga que ser
útil, cuestiona el principio de utilidad como valor dominante,
naturalizado y normalizador de todos nuestros actos. Es un saber
inútil porque a diferencia del resto de los saberes no responde por
el cómo sino que pregunta por el qué. No responde, pregunta. Y en
la pregunta, interrumpe. (p. 39)
Conclusiones
Interrumpe... ¿Servirán para eso la filosofia y
el arte? Para interrumpir el funcionamiento normal de las cosas, del
mecanismo social, quizá... Interrumpirlo para pensarlo, observarlo,
cuestionarlo...
Estoy de acuerdo con la apreciación de Sztajnszrajber, “la
filosofía tiene mucho de arte” (p. 37), a la cual agregaría
que, también, el arte tiene mucho de filosofía. Con el arte se
filosofa, porque ayuda a pensar, provoca pensamiento.
Pero, a su vez, el arte necesita cierta libertad de expresión, que a
veces se ve coartada por normas y costumbres que buscan la
preservación de la forma, sin darle importancia al contenido. El
concierto, como acontecimiento, debe ser modernizado. Las normas aún
vigentes deben actualizarse para facilitar la llegada del arte (en
este caso, la música sinfónica) a un público lo más amplio
posible.
Entiendo que el sistema de abonos pueda ser de vital importancia para
la economía de un teatro de ópera, pero a veces se le da demasiada
importancia al sector de abonados, programando ciertas óperas o
piezas de “éxito asegurado” o funciones de abono únicamente.
Esto último, con el agregado de una política de precios totalmente
excluyente, aleja al gran público del arte, convirtiéndolo en un
pasatiempo de elite.
Todo elitismo produce estancamiento y conservadurismo, por lo tanto
no puede permitirse que la clase dominante influya sobre la
programación de un teatro. El poder económico no debería
condicionar al arte. Parafraseando a José Ingenieros (1961), cuando
escribió que “la felicidad que da el dinero consiste en no tener
que preocuparse de él” (p. 168), pienso que el arte debería
tener esa felicidad.
En esto estaba pensando cuando me interrumpió una exploción de
aplausos y gritos de ¡bravo! con los cuales se llenó toda la
sala. Al parecer, la sinfonía había terminado sin que me diera
cuenta.
El director saluda al público inclinándose hacia adelante, luego le
da la mano al concertino, y después hace parar a los solistas
principales, luego a cada sección de la orquesta, y por último a
toda la orquesta completa. El aplauso es constante. De repente sale
del escenario, y vuelve a entrar para repetir toda la ceremonia de
saludos otra vez. El público no deja de aplaudir, yo sí porque me
queman las manos. Fue un gran concierto, sin duda. Pero podría haber
sido todavía mejor. Creo...
Bibliografía
Adorno, T. (1983). Teoría
estética. Barcelona: Orbis-Hyspamérica.
Benjamin, W. (1973). La obra
de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En Discursos
interrumpidos. Madrid: Taurus.
Bourdieu, P. (1988). La
distinción. Madrid: Taurus.
Brönnimann, B. (2014). 10
cosas que deberíamos cambiar en los conciertos clásicos. Disponible
en:
http://www.baldur.info/es/blog/10-things-that-we-should-change-in-classical-concerts/
Dahlhaus, C. (1997).
Fundamentos de la historia de la música. Barcelona: Gedisa.
Dubatti, J. (2011).
Introducción a los estudios teatrales. México D. F.: Libros
de Godot.
Ingenieros, J. (1961). El
hombre mediocre. Buenos Aires: Losada.
Nietzsche, F. (2010). El
origen de la tragedia. Buenos Aires: Terramar.
Sztajnszrajber, D. (2014).
¿Para qué sirve la filosofía?. Buenos Aires: Planeta.
(Edición digital)
Wilde, O. (2007). El
retrato de Dorian Gray. Buenos Aires: Gradifco.
Zátonyi, M. (2007). Un mundo
amplio. En Arte y creación. Buenos Aires: Capital
intelectual.
1Salvador
Lavado, J. (1986). Bien, gracias. ¿Y usted?. Buenos
Aires: Ediciones de la flor.
2Con
ensayo me refiero a la práctica músical sin público.
3Considero
música comercial a toda aquella música que circula por los medios
de comunicación, como televisión, radio, etc. y que se hace con la
principal finalidad de vender o lucrar.